Una imagen son mil imágenes
Había de inventarme nuevas partidas. Jugar conmigo mismo,
contra mí.
STEFAN ZWEIG
Rafael Pablos ha demostrado en sus montajes que la imagen,
repetida, no se multiplica, sino que se descompone. Lo podemos ver en sus
experimentos desarrollados en los setenta: ‘Los círculos’, ‘Las caras’, ‘La
muerte de la mariposa’ y ‘La espiral’, que da título a su antología Fotografías
[1972-1999] (2007). Rafael Pablos sabe que una tuerca de nada sirve si no
se la aprieta, si no se la somete a giros sucesivos. Una tuerca -léase, el
arte- está para ser movida no necesariamente en el sentido de las agujas del
reloj. El ensayo-error y la casualidad nos alumbran brutos que la pericia va
puliendo. Ahora, el autor nos acerca la solarización como un TAC de la luz. Y
hay aquí un trasvase peligroso del no saber al saber: en el perfeccionamiento
de cualquier técnica, el arte se vuelve una artesanía. Para que tal cosa no
debilite el discurso, el artista debe seguir siendo un salvaje.
La solarización es variada y
Pablos, explicativo al término del libro. Allí repasa su historia, sin
excederse en lo pedagógico, aludiendo al episodio que, en 1857, protagonizó un
fotógrafo, al hacerse consciente de la inversión de tonos que se apropiaba de
una imagen parcialmente revelada. En la ciencia, como en el arte, casi todo
parte de un juego. Unas veces la intuición nos acerca al conocimiento -Clara
Janés-, otras el juego acelera las partículas -Oteiza-. Por eso la inspiración
no te pilla trabajando, sino jugando. Aunque sin juego ni trabajo, la
revelación también existe: es la claridad que viene del cielo, tan
definitoriamente expresada por Claudio.
En este libro hay una mezcla
de ciencia y de arte. De entrada, Pablos se reconoce en el otro. ¿Cómo?:
eligiendo la senda que pisaron -no aludo al cómo sino al qué-, aquellos que
escogieron la flor como banco de pruebas y de resultados. En la parte final, aludida,
sitúa trabajos de Dain L. Tasker y de Bill Westheimer. A ellos les deben sus
silvestrerías. Y en esa humildad -no justificativa; más bien, especie de summa-
hay grandeza. Él sabe que a una etapa centrada en el yo, en la que disparatas,
le sigue otra, en lo aparente apocada, más reafirmativa si cabe, en que la
tradición se erige protagonista. Esta segunda, más abierta al mundo, denota un
proceso asimilatorio que también suele darse en política. El artista no dejará
de ser un salvaje -desatenderá la voz, lanar, del coro- pero habrá, junto al
orgullo de obra, un orgullo de pertenencia. La historia del arte acaba siendo
una cadena de tuercas giradas. No es ‘que inventen otros’, es que el sentido de
la belleza cambia. No acertar por casualidad -¿cabe otra cosa?- supone haber
repensado los aciertos en el marco histórico, ajenos inclusive.
La naturaleza, hoy día, no
es que esté sobrevalorada, es que ha alcanzado un valor religioso. Es una
naturaleza, en los discursos, de salón. Pretendidamente intelectual -sólo
pretendidamente; utilizada en políticas de Trivial-, mas propia de ignorantes.
Las fotografías de Rafael Pablos no tienen nada que ver con eso. Sus imágenes
se apoyan en ella, sin ingenuidades. Con delectación y con servidumbre. Una
actitud que siempre, en la persona que sea, me recuerda a Millet. Lo mismo un
Ángelus que un hombre con su azada. Y allí está él, con su azada, con su
cámara, acudiendo a lo más despreciable, al rastrojo puro; ese que no surge de
ningún cultivo. El rastrojo antes del rastrojo, el desecho. Pero también el
rastrojo barroco de una flor hinchada, que, pareciera, se mira al espejo,
orgullosa, curvilínea, surgida porque sí, sin que nadie la haya plantado en
ninguna semilla. Las fotos de Pablos preservan lo pasajero, lo inapreciado y
nos recuerdan que es la mano humana la que dota de sentido el absurdo natural.
La naturaleza se redescubre, sin alteraciones, en cada tratamiento que el
hombre hace de ella. Se trata, en definitiva, de tropezar con lo real y caer en
la verdad.
De ese juego y de tales
transformaciones, Pablos sale otro siendo el mismo. El juego le impide cejar en
su lucha en favor de lo analógico. Encerrado consigo. En sus cámaras oscuras.
Solarizado. Girado como una tuerca. Multiplicando la imagen en la imagen.
Detenido en sepia. Radiografía. Salvaje.
Fernando del Val
TEXTO DEL CATÁLOGO DE LA EXPOSICIÓN